El 11 de mayo de 1960 un efectivo del Mossad captura a Otto Adolf Eichmann en la calle Garibaldi de San Fernando de la Buena Vista, Argentina. Eichmann llegó a Israel el 22 de mayo para alivio de muchos supervivientes del Holocausto, para regocijo de Ben-Gurión y para escándalo del estado soberano de Argentina. Al prisionero se le acusaba, entre otros cargos, de haber cometido crímenes contra la humanidad, crímenes de guerra y crímenes contra el pueblo judío, y de haber pertenecido a organización criminal. Eichmann había sido parte del entramado burocrático del Partido Nacionalsocialista alemán durante la Segunda Guerra Mundial.
Desde diciembre de 1939 a Eichmann le había sido asignado un puesto de inspector en la Reichssicherheitshauptamt (o RSHA), un órgano de seguridad subordinado a Heinrich Himmler. Su misión había consistido en coordinar y supervisar las labores de los cuerpos policiales del Tercer Reich relativas a la resolución de la «cuestión judía». Concretamente, su tarea dentro de la RSHA había sido planificar la deportación y el traslado de prisioneros judíos de acuerdo con los criterios de efectividad teutones y en concordancia con la Solución Final y genocidio de los «enemigos» de Alemania. Eichmann había podido cumplir su cometido en el envío de millones de personas a su muerte, no sin cierta frustración hacia los métodos de ejecución, hasta el momento que se vio obligado a huír a Austria a finales de 1944, cuando las tropas soviéticas le pisaban los talones.
En su crónica Eichmann en Jerusalén: Un estudio sobre la banalidad del mal (1963), la filósofa Hannah Arendt da su testimonio del proceso contra Eichmann, celebrado en Jerusalén entre el 11 de abril hasta el 12 de diciembre de 1961, día en que se leyó sentencia de muerte. En el capítulo tercero (titulado Especialista en asuntos judíos) Arendt destaca los eufemismos y las fórmulas metonímicas que aquí y allá adornaban el discurso de Eichmann. Estas expresiones idiomáticas, muchas veces empleadas de manera errónea, además de delatar la aparente ignorancia y la memoria selectiva del acusado, revelaban las barreras (o acaso las limitaciones) morales, cognitivas y emocionales de un cómplice de un sistema esclavista y genocida.
Arendt describe así los curiosos lapsus linguae de Eichmann:
El texto alemán del interrogatorio grabado por la policía, llevado a cabo del 29 de mayo de 1960 al 17 de enero de 1961, con todas sus páginas corregidas y aprobadas por Eichmann, constituye una verdadera mina para un psicólogo, a condición de que sea lo bastante sensato para comprender que lo horrible puede ser no solo grotesco, sino completamente cómico. Parte de la comedia no puede ser traducida, pues radica en la heroica lucha de Eichmann con la lengua alemana, que invariablemente le derrota. Es cómico cuando habla, repetidas veces, de «palabras aladas» (geflügelte Worte, coloquialismo alemán con el que se designan genéricamente las frases clásicas célebres) con la intención de significar frases hechas, Redensarten, o eslóganes, Schlagworte. Fue cómico cuando, en el curso del interrogatorio sobre los documentos Sassen, efectuado en alemán por el presidente del tribunal, utilizó las palabras kontra geben (taz a taz) para indicar que había resistido los esfuerzos de Sassen de ponerles más pimienta a sus relatos. El juez Landau, evidentemente desconocedor de los misterios de los juegos de cartas, no lo entendió, y Eichmann no fue capaz de hallar otra manera de expresarlo. Confusamente consciente de un defecto que debió de vejarle incluso en la escuela —llegaba a constituir un caso moderado de afasia— se disculpó diciendo: «Mi único lenguaje es el burocrático [Amtssprache]». Pero la cuestión es que su lenguaje llegó a ser burocrático porque Eichmann era verdaderamente incapaz de expresar una sola frase que no fuera una frase hecha. (¿Fueron estos clichés lo que los psiquiatras consideraron tan «normal» y «ejemplar»? ¿Son estas las «ideas positivas» que un sacerdote desea para aquellos cuyas almas atiende? La mejor oportunidad para que Eichmann demostrara este lado positivo de su carácter, en Jerusalén, llegó cuando el joven oficial de policía encargado de su bienestar mental y psicológico le entregó Lolita para que se distrajera leyendo. Al cabo de dos días, Eichmann lo devolvió visiblemente indignado, diciendo: «Es un libro malsano por completo».) Sin duda, los jueces tenían razón cuando por último manifestaron al acusado que todo lo que había dicho eran «palabras hueras», pero se equivocaban al creer que la vacuidad estaba amañada, y que el acusado encubría otros pensamientos que, aun cuando horribles, no eran vacuos. Esta suposición parece refutada por la sorprendente contumacia con que Eichmann, a pesar de su memoria deficiente, repetía palabra por palabra las mismas frases hechas y los mismos clichés de su invención (cuando lograba construir una frase propia, la repetía hasta convertirla en un cliché) cada vez que refería algún incidente o acontecimiento importante para él. Tanto al escribir sus memorias en Argentina o en Jerusalén, como al hablar con el policía que le interrogó o con el tribunal, siempre dijo lo mismo, expresado con las mismas palabras. Cuanto más se le escuchaba, más evidente era que su incapacidad para hablar iba estrechamente unida a su incapacidad para pensar, particularmente, para pensar desde el punto de vista de otra persona. No era posible establecer comunicación con él, no porque mintiera, sino porque estaba rodeado por la más segura de las protecciones contra las palabras y la presencia de otros, y por ende contra la realidad como tal.
Así, enfrentado durante ocho meses con la realidad de ser interrogado por un policía judío, Eichmann no tuvo la menor vacilación en explicarle, detallada y repetidamente, por qué razón no había podido alcanzar un grado más alto en las SS, y que no había sido culpa suya. Había hecho todo lo posible, incluso había pedido ser incorporado al servicio militar activo. «Al frente, me dije a mí mismo, y luego el Standartenführer [grado de coronel] llegará de inmediato.» En el tribunal, por el contrario, alegó que pidió el traslado porque quería escapar a sus deberes homicidas. Sin embargo, no insistió mucho en ello, y, sorprendentemente, no le fueron leídas sus declaraciones al capitán Less, a quien también dijo que había confiado en que sería destinado a los Einsatzgruppen, las unidades móviles de exterminio en el Este, porque, cuando fueron organizadas, en marzo de 1941, su oficina estaba «muerta»; la emigración había terminado y las deportaciones todavía no habían empezado. Por último, estaba su mayor ambición, ser nombrado jefe de policía en alguna ciudad alemana; pero, una vez más, no tuvo nada que hacer. Lo que convierte en cómicas estas páginas del interrogatorio es el hecho de que todo esto fuera expresado en el tono de alguien que está seguro de encontrar una simpatía «normal, humana», ante una historia desdichada. «Todo lo que preparaba y planeaba, cualquier cosa, iba mal, tanto mis asuntos personales como los largos años de esfuerzos para obtener patria y tierra para los judíos, todo parecía estar bajo el influjo de un hado maligno; cuanto deseaba y necesitaba y planeaba hacer, los hados lo impedían de alguna manera. Todo, no importa qué, se frustró.» Cuando el capitán Less le pidió su opinión sobre algunas pruebas perjudiciales y posiblemente falsas aportadas por un antiguo coronel de las SS, Eichmann exclamó tartamudeando de rabia: «Estoy muy sorprendido de que este hombre haya podido ser un SS Standartenführer, me sorprende muchísimo. Es por completo, por completo inconcebible. No sé qué decir». Nunca dijo estas cosas con espíritu de provocación, sino como si quisiera, incluso en este caso, defender las normas con las que había vivido en el pasado. Las solas palabras «SS», o «carrera», o «Himmler» (a quien siempre nombraba con su largo título oficial: Reichsführer SS y jefe de la policía alemana, aunque no lo admiraba en absoluto), ponían en marcha en él un mecanismo que había llegado a ser invariable en su funcionamiento. La presencia del capitán Less, judío alemán, y que, en todo caso, era muy improbable que pudiera pensar que los miembros de las SS avanzaran en sus carreras por el ejercicio de altas cualidades morales, no desajustó ni por un momento este mecanismo.
De vez en cuando, la comedia se convierte en horror y acaba en relatos, seguramente bastante verídicos, cuyo humor macabro sobrepasa el de cualquier imagen surrealista. De este tipo es lo contado por Eichmann durante el interrogatorio policial sobre el desgraciado Kommerzialrat Storfer de Viena, uno de los representantes de la comunidad judía. Eichmann recibió un telegrama de Rudolf Höss, comandante de Auschwitz, informándole de que Storfer había llegado y había solicitado ver con urgencia a Eichmann. «Me dije a mí mismo: Bueno, este hombre siempre se ha portado bien, merece que haga algo… iré allá y veré qué le pasa. Fui a ver a Ebner [jefe de la Gestapo de Viena], y Ebner me dijo —lo recuerdo de un modo vago—: Storfer fue muy torpe; se ocultó, intentó escapar, o algo así. Y la policía lo detuvo y lo envió al campo de concentración, y, según las órdenes del Reichsführer [Himmler], nadie podía salir una vez dentro. No había nada que hacer; ni el doctor Ebner, ni yo, ni nadie podía hacer nada. Me fui a Auschwitz y pedí a Höss que me dejara ver a Storfer. Sí, sí [dijo Höss], está en una de las unidades de trabajo. Con Storfer, hombre bueno, normal y humano, tuvimos un encuentro normal y humano. Me contó sus penas y tristezas. Yo dije: “Bien, mi querido y viejo amigo[Ja, mein lieber guter Storfer], ¡nos ha tocado! ¡Qué cochina suerte!”. Y también dije: “Mire, en realidad no puedo ayudarle, porque según las órdenes del Reichsführer nadie puede salir. Yo no puedo sacarlo. El doctor Ebner no puede sacarlo. Me enteré de que cometió usted un error, que se ocultó o quería fugarse, cosa que, después de todo, usted no necesitaba hacer”. [Eichmann quería decir que Storfer, como representante judío, gozaba de inmunidad a la deportación.] Olvidé lo que me respondió. Y entonces le pregunté si podía ayudarle en algo. Y dijo que sí, que deseaba, si era posible, que lo eximieran de trabajar, porque allí el trabajo era duro. Después dije a Höss: “Storfer no debiera trabajar”. Pero Miss repuso: “Todo el mundo trabaja aquí”. Entonces yo dije: “Muy bien. Redactaré una nota al objeto de que Storfer se ocupe de mantener en buenas condiciones los senderos de grava con una escoba”, había muy pocos senderos de grava allá, “y le concederé el derecho de sentarse con su escoba en uno de los bancos”. [A Storfer] le dije: “¿Estará bien así, señor Storfer? ¿Le conviene esto?”. Entonces se sintió muy complacido, y nos estrechamos las manos, y luego le dieron una escoba y se sentó en su banco. Fue una gran alegría interior para mí poder ver, al menos, al hombre con el que había trabajado tantos años, y que pudiéramos hablar.» Storfer moría seis semanas después de este encuentro normal y humano. No gaseado, por lo que parece, sino a tiros.
¿Es este un caso antológico de mala fe, de mentiroso autoengaño combinado con estupidez ultrajante? ¿O es simplemente el caso del criminal eternamente impenitente (Dostoievski en una ocasión cuenta que en Siberia, entre docenas de asesinos, violadores y ladrones, nunca conoció a un solo hombre que admitiera haber obrado mal), que no puede soportar enfrentarse con la realidad porque su crimen ha pasado a ser parte de ella? Sin embargo, el caso de Eichmann es diferente al del criminal común, que solo puede ampararse eficazmente contra la realidad de un mundo no criminal entre los estrechos límites de su banda. Eichmann solo necesitaba recordar el pasado para sentirse seguro de que no mentía y de que no se estaba engañando a sí mismo, ya que él y el mundo en que vivió habían estado, en otro tiempo, en perfecta armonía. Y esa sociedad alemana de ochenta millones de personas había sido resguardada de la realidad y de las pruebas de los hechos exactamente por los mismos medios, el mismo autoengaño, mentiras y estupidez que impregnaban ahora la mentalidad de Eichmann. Estas mentiras cambiaban de año en año, y con frecuencia eran contradictorias; por otra parte, no siempre fueron las mismas para las diversas ramas de la jerarquía del partido o del pueblo en general. Pero la práctica del autoengaño se extendió tanto, convirtiéndose casi en un requisito moral para sobrevivir, que incluso ahora, dieciocho años después de la caída del régimen nazi, cuando la mayor parte del contenido específico de sus mentiras ha sido olvidado, es difícil a veces dejar de creer que la mendacidad ha pasado a ser parte integral del carácter nacional alemán. Durante la guerra, la mentira más eficaz para todo el pueblo alemán fue el eslogan de «la batalla del destino del pueblo alemán» (der Schicksalskampf des deutschen Volkes), inventado por Hitler o por Goebbels, que facilitó el autoengaño en tres aspectos: primero, sugirió que la guerra no era una guerra; segundo, que la había originado el destino y no Alemania, y, tercero, que era una cuestión de vida o muerte para los alemanes, es decir, que debían aniquilar a sus enemigos o ser aniquilados.
La asombrosa facilidad con que Eichmann, tanto en Argentina como en Israel, admitía sus crímenes se debía no tanto a su capacidad criminal para engañarse a sí mismo como al aura de mendacidad sistemática que constituyó la atmósfera general, y generalmente aceptada, del Tercer Reich. «Naturalmente» que había jugado un papel en el exterminio de los judíos; naturalmente que si él «no los hubiera transportado, no hubieran sido entregados al verdugo». «¿Qué hay que confesar?», preguntaba. Ahora bien, proseguía, «le gustaría hacer las paces con [sus] antiguos enemigos», un sentimiento que compartía no solo con Himmler, que lo había manifestado durante el último año de la guerra, o con el jefe del Frente de Trabajo Robert Ley (que, antes de suicidarse en Nuremberg, había propuesto el establecimiento de un «comité de conciliación» compuesto por los nazis responsables de las matanzas y los supervivientes judíos), sino, increíblemente, con muchos alemanes corrientes, que se expresaban en los mismos términos al final de la guerra. Este indignante cliché ya no se les daba desde arriba, era una frase hecha, tan carente de realidad como los clichés con los que la gente había vivido durante doce años; y casi se podía ver la «extraordinaria sensación de alivio» que proporcionaba al que la pronunciaba.
La mente de Eichmann estaba repleta hasta el borde de frases así. Su memoria demostró ser muy poco segura en cuanto a lo que realmente sucedió; en uno de los raros momentos de exasperación, el juez Landau preguntó al acusado: «¿Qué puede usted recordar?» (si no recuerda las conversaciones en la llamada Conferencia de Wannsee, que trató de los diversos sistemas de matar), y la respuesta, como es natural, fue que Eichmann recordó muy bien los hitos más importantes de su carrera, pero estos no siempre coincidían con los momentos cruciales de la historia del exterminio de los judíos o, en realidad, con los momentos cruciales de la Historia. (Siempre tuvo dificultades para recordar con exactitud la fecha del estallido de la guerra o de la invasión de Rusia.) Pero la cuestión es que no había olvidado ni una sola de las frases que en uno u otro tiempo habían servido para darle una «sensación de satisfacción». En consecuencia, siempre que los jueces, en el curso del interrogatorio, intentaban apelar a su conciencia, se encontraban con su «satisfacción» y se sentían indignados y desconcertados al darse cuenta de que el acusado tenía a su disposición un cliché de «satisfacción» para cada período de su vida y para cada una de sus actividades. En su mente, no existía contradicción entre la frase «saltaré dentro de mi tumba alegremente» a propósito para el final de la guerra, y la aseveración «me ahorcaría gustosamente en público como un ejemplo y advertencia a todos los antisemitas de la tierra», que ahora, en circunstancias muy diferentes, tenía el mismo propósito de enaltecerle.
Estas costumbres de Eichmann crearon muchas dificultades durante el proceso; menos a él mismo que a los que habían ido a acusarle, a defenderle, a juzgarle y a informar sobre él. Para todo esto, era esencial tomarle en serio, y esto resultaba difícil, a menos que, tomando el camino más fácil para resolver el dilema entre el execrable horror de los hechos y la innegable insignificancia del hombre que los había perpetrado, se le tuviera por un mentiroso inteligente y calculador, cosa que evidentemente no era. Sus propias convicciones en esta materia estaban lejos de ser modestas: «Uno de los pocos dones que el destino me otorgó, es la capacidad de decir la verdad en tanto dependa de mí». Este don lo reivindicó incluso antes de que el fiscal lo acusara de delitos que no había cometido. En las notas nebulosas y desorganizadas que redactó en Argentina en preparación de la entrevista con Sassen, cuando todavía estaba, como señaló, «en plena posesión de mi libertad física y psicológica», había emitido una fantástica advertencia a «futuros historiadores, para que sean lo bastante objetivos y no se desvíen del camino de la verdad registrado aquí»; fantástico porque cada una de las líneas de su mal pergeñado escrito demuestra su total ignorancia de todo lo que no hubiera estado directa, técnica y burocráticamente relacionado con su trabajo, a la vez que indica también una memoria extraordinariamente deficiente.
A pesar de los esfuerzos del fiscal, cualquiera podía darse cuenta de que aquel hombre no era un «monstruo», pero en realidad se hizo difícil no sospechar que fuera un payaso. Y como esta sospecha hubiera sido fatal para el buen fin del juicio y a la vez era bastante difícil de sostener envista de los sufrimientos que él y sus semejantes habían causado a millones de personas, sus peores payasadas se tomaron escasamente en cuenta y casi nunca se informó de ellas. ¿Qué puede hacerse con un hombre que primero declaró, con gran énfasis, que una de las cosas que había aprendido en toda su vida malgastada era que nunca se debía prestar juramento («Actualmente nadie, ningún juez podría persuadirme nunca de hacer una declaración jurada, declarar algo bajo juramento como testigo. Me niego a ello, me niego por razones morales. Ya que la experiencia me enseña que si se es leal al juramento, algún día hay que cargar con las consecuencias, y por esto he decidido una vez por todas que ningún juez en el mundo o cualquier otra autoridad será capaz de hacerme jurar, de declarar bajo juramento. No quiero hacerlo voluntariamente y nadie será capaz de obligarme.»), y que luego, después de decírsele explícitamente que si deseaba testificar en su propia defensa podría «hacerlo bajo juramento o sin él», declaró, sin más, que preferiría testificar bajo juramento? ¿O que, repetidas veces y con grandes muestras de sentimiento, aseguró al tribunal, como había asegurado al interrogador de la policía, que la peor cosa que podría hacer era intentar escapar a sus responsabilidades, luchar por su piel, suplicar clemencia, y que luego, por instrucciones de su abogado, presentó un documento manuscrito que contenía su súplica de clemencia?
No nos encontramos frente a un genio del Mal, precisamente.
En 1941, aun después de quedar totalmente horrorizado ante la eficiencia de las cámaras de gas y de espectáculos tan surrealistas como ver brotar sangre «como si de una fuente se tratara» de la tierra de Lwów, Adolf Eichmann mostraría una moral y una resolución férrea para no reconocer los horrores de las masacres. Durante cuatro semanas de aquel año 1941, cuenta Arendt, Eichmann pareció tener «por primera y última vez» la iniciativa de evitar muertes. En vez de enviar 20.000 judíos de Renania y 5.000 gitanos a territorio ruso, donde sin duda serían masacrados por los Einsatzgruppen, los enviaría al gueto de Lódz, abarrotado y mísero. Finalmente este gesto humanitario no pudo llevarse a cabo, por lo que Eichmann acabaría por enviar a esas 25.000 personas a Minsk o a Riga, directos a los escuadrones de la muerte. Su vida no corría peligro alguno, pudo haber desobedecido y abandonado su puesto sin muchas consecuencias, pero parecía que su reputación y su estatus estaban en juego.
Cumplir la encomienda de librar el Reich de los judíos era un imperativo moral más urgente que evitar, denunciar o simplemente no participar en la matanza de millones de personas. Entre los altos mandos y los funcionarios alemanes circulaban tecnicismos que encubrían el genocidio y las masacres en los diferentes informes, permisos y órdenes de la estructura laberíntica de la burocracia nazi. El Partido, desde su ala político-administrativa, había logrado instaurar un newspeak que edulcoraba y enterraba los tabúes bajo la jerga administrativa.
A este respecto, añado un párrafo del capítulo sexto (La Solución Final: Matar):
Ninguna de las diversas «normas idiomáticas», cuidadosamente ingeniadas para engañar y ocultar, tuvo un efecto más decisivo sobre la mentalidad de los asesinos que el primer decreto dictado por Hitler en tiempo de guerra, en el que la palabra «asesinato» fue sustituida por «el derecho a una muerte sin dolor». Cuando el interrogador de la policía israelí preguntó a Eichmann si no creía que la orden de «evitar sufrimientos innecesarios» era un tanto irónica, habida cuenta de que el destino de sus víctimas no podía ser otro que la muerte, Eichmann ni siquiera comprendió el significado de la pregunta, debido a que en su mente llevaba todavía firmemente anclada la idea de que el pecado imperdonable no era el de matar, sino el de causar dolor innecesario. En el curso del juicio, Eichmann dio inconfundibles muestras de indignación siempre que los testigos contaron atrocidades y crueldades cometidas por los hombres de las SS —pese a que el tribunal y la mayoría del público no supo interpretar la actitud de Eichmann, debido a que el esfuerzo realizado por este para conservar el dominio de sí mismo los había inducido, erróneamente, a creer que el acusado era un hombre «inconmovible» e indiferente a todo—, y no fue la acusación de haber enviado a millones de seres humanos a la muerte lo que verdaderamente le conmovió, sino la acusación (desechada por el tribunal) contenida en la declaración de un testigo, según la cual Eichmann había matado a palos a un muchacho judío. Cierto es que Eichmann había enviado expediciones a las zonas en que actuaban los Einsatzgruppen, que no daban una muerte sin dolor, sino que mataban a tiros, pero seguramente experimentó una sensación de alivio cuando, en las últimas etapas de la operación, ello dejó de ser necesario debido a la siempre creciente capacidad de absorción de las cámaras de gas. Seguramente pensó también que el nuevo método de matar indicaba una clara mejora de la actitud adoptada por el gobierno nazi para con los judíos, puesto que al principio del programa de muerte por gas se expresó taxativamente que los beneficios de la eutanasia eran privilegio de los verdaderos alemanes. A medida que la guerra avanzaba, con muertes horribles y violentas en todas partes —en el frente ruso, en los desiertos de África, en Italia, en las playas de Francia, en las ruinas de las ciudades alemanas—, los centros de gaseamiento de Auschwitz, Chelmno, Majdanek, Belzek, Treblinka y Sobibor, debían verdaderamente parecer aquellas «fundaciones caritativas del Estado» de que hablaban los especialistas de la muerte sin dolor. Además, a partir del mes de enero de 1942, había equipos dedicados a la eutanasia que operaban en el Este, con la misión de «ayudar a los heridos, en la nieve y el hielo»; y aun cuando esta matanza de soldados heridos era «alto secreto», muchos estaban al corriente de ella, y entre estos no podían faltar los ejecutores de la Solución Final.
La ejecución de Adolf Eichmann se hizo efectiva poco después de medianoche, el 1 de junio de 1962 en una prisión de alta seguridad de Ramla. De la horca colgaba el fin de la vida de un hombre extraordinariamente banal.