De la vacuidad y sus catástrofes

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Eichmann durante su juicio en Jerusalén, 1961. Gjon Mili/The LIFE Picture Collection/Getty

El 11 de mayo de 1960 un efectivo del Mossad captura a Otto Adolf Eichmann en la calle Garibaldi de San Fernando de la Buena Vista, Argentina. Eichmann llegó a Israel el 22 de mayo para alivio de muchos supervivientes del Holocausto, para regocijo de Ben-Gurión y para escándalo del estado soberano de Argentina. Al prisionero se le acusaba, entre otros cargos, de haber cometido crímenes contra la humanidad, crímenes de guerra y crímenes contra el pueblo judío, y de haber pertenecido a organización criminal. Eichmann había sido parte del entramado burocrático del Partido Nacionalsocialista alemán durante la Segunda Guerra Mundial.

Desde diciembre de 1939 a Eichmann le había sido asignado un puesto de inspector en la  Reichssicherheitshauptamt (o RSHA), un órgano de seguridad subordinado a Heinrich Himmler. Su misión había consistido en coordinar y supervisar las labores de los cuerpos policiales del Tercer Reich relativas a la resolución de la «cuestión judía». Concretamente, su tarea dentro de la RSHA había sido planificar la deportación y el traslado de prisioneros judíos de acuerdo con los criterios de efectividad teutones y en concordancia con la Solución Final y genocidio de los «enemigos» de Alemania. Eichmann había podido cumplir su cometido en el envío de millones de personas a su muerte, no sin cierta frustración hacia los métodos de ejecución, hasta el momento que se vio obligado a huír a Austria a finales de 1944, cuando las tropas soviéticas le pisaban los talones.

En su crónica Eichmann en Jerusalén: Un estudio sobre la banalidad del mal (1963), la filósofa Hannah Arendt da su testimonio del proceso contra Eichmann, celebrado en Jerusalén entre el 11 de abril hasta el 12 de diciembre de 1961, día en que se leyó sentencia de muerte.  En el capítulo tercero (titulado Especialista en asuntos judíos) Arendt destaca los eufemismos y las fórmulas metonímicas que aquí y allá adornaban el discurso de Eichmann. Estas expresiones idiomáticas, muchas veces empleadas de manera errónea, además de delatar la aparente ignorancia y la memoria selectiva del acusado,  revelaban las barreras (o acaso las limitaciones) morales, cognitivas y emocionales de un cómplice de un sistema esclavista y genocida.

Arendt describe así los curiosos lapsus linguae de Eichmann:

El texto alemán del interrogatorio grabado por la policía, llevado a cabo del 29 de mayo de 1960 al 17 de enero de 1961, con todas sus páginas corregidas y aprobadas por Eichmann, constituye una verdadera mina para un psicólogo, a condición de que sea lo bastante sensato para comprender que lo horrible puede ser no solo grotesco, sino completamente cómico. Parte de la comedia no puede ser traducida, pues radica en la heroica lucha de Eichmann con la lengua alemana, que invariablemente le derrota. Es cómico cuando habla, repetidas veces, de «palabras aladas» (geflügelte Worte, coloquialismo alemán con el que se designan genéricamente las frases clásicas célebres) con la intención de significar frases hechas, Redensarten, o eslóganes, Schlagworte. Fue cómico cuando, en el curso del interrogatorio sobre los documentos Sassen, efectuado en alemán por el presidente del tribunal, utilizó las palabras kontra geben (taz a taz) para indicar que había resistido los esfuerzos de Sassen de ponerles más pimienta a sus relatos. El juez Landau, evidentemente desconocedor de los misterios de los juegos de cartas, no lo entendió, y Eichmann no fue capaz de hallar otra manera de expresarlo. Confusamente consciente de un defecto que debió de vejarle incluso en la escuela —llegaba a constituir un caso moderado de afasia— se disculpó diciendo: «Mi único lenguaje es el burocrático [Amtssprache]». Pero la cuestión es que su lenguaje llegó a ser burocrático porque Eichmann era verdaderamente incapaz de expresar una sola frase que no fuera una frase hecha. (¿Fueron estos clichés lo que los psiquiatras consideraron tan «normal» y «ejemplar»? ¿Son estas las «ideas positivas» que un sacerdote desea para aquellos cuyas almas atiende? La mejor oportunidad para que Eichmann demostrara este lado positivo de su carácter, en Jerusalén, llegó cuando el joven oficial de policía encargado de su bienestar mental y psicológico le entregó Lolita para que se distrajera leyendo. Al cabo de dos días, Eichmann lo devolvió visiblemente indignado, diciendo: «Es un libro malsano por completo».) Sin duda, los jueces tenían razón cuando por último manifestaron al acusado que todo lo que había dicho eran «palabras hueras», pero se equivocaban al creer que la vacuidad estaba amañada, y que el acusado encubría otros pensamientos que, aun cuando horribles, no eran vacuos. Esta suposición parece refutada por la sorprendente contumacia con que Eichmann, a pesar de su memoria deficiente, repetía palabra por palabra las mismas frases hechas y los mismos clichés de su invención (cuando lograba construir una frase propia, la repetía hasta convertirla en un cliché) cada vez que refería algún incidente o acontecimiento importante para él. Tanto al escribir sus memorias en Argentina o en Jerusalén, como al hablar con el policía que le interrogó o con el tribunal, siempre dijo lo mismo, expresado con las mismas palabras. Cuanto más se le escuchaba, más evidente era que su incapacidad para hablar iba estrechamente unida a su incapacidad para pensar, particularmente, para pensar desde el punto de vista de otra persona. No era posible establecer comunicación con él, no porque mintiera, sino porque estaba rodeado por la más segura de las protecciones contra las palabras y la presencia de otros, y por ende contra la realidad como tal.

Así, enfrentado durante ocho meses con la realidad de ser interrogado por un policía judío, Eichmann no tuvo la menor vacilación en explicarle, detallada y repetidamente, por qué razón no había podido alcanzar un grado más alto en las SS, y que no había sido culpa suya. Había hecho todo lo posible, incluso había pedido ser incorporado al servicio militar activo. «Al frente, me dije a mí mismo, y luego el Standartenführer [grado de coronel] llegará de inmediato.» En el tribunal, por el contrario, alegó que pidió el traslado porque quería escapar a sus deberes homicidas. Sin embargo, no insistió mucho en ello, y, sorprendentemente, no le fueron leídas sus declaraciones al capitán Less, a quien también dijo que había confiado en que sería destinado a los Einsatzgruppen, las unidades móviles de exterminio en el Este, porque, cuando fueron organizadas, en marzo de 1941, su oficina estaba «muerta»; la emigración había terminado y las deportaciones todavía no habían empezado. Por último, estaba su mayor ambición, ser nombrado jefe de policía en alguna ciudad alemana; pero, una vez más, no tuvo nada que hacer. Lo que convierte en cómicas estas páginas del interrogatorio es el hecho de que todo esto fuera expresado en el tono de alguien que está seguro de encontrar una simpatía «normal, humana», ante una historia desdichada. «Todo lo que preparaba y planeaba, cualquier cosa, iba mal, tanto mis asuntos personales como los largos años de esfuerzos para obtener patria y tierra para los judíos, todo parecía estar bajo el influjo de un hado maligno; cuanto deseaba y necesitaba y planeaba hacer, los hados lo impedían de alguna manera. Todo, no importa qué, se frustró.» Cuando el capitán Less le pidió su opinión sobre algunas pruebas perjudiciales y posiblemente falsas aportadas por un antiguo coronel de las SS, Eichmann exclamó tartamudeando de rabia: «Estoy muy sorprendido de que este hombre haya podido ser un SS Standartenführer, me sorprende muchísimo. Es por completo, por completo inconcebible. No sé qué decir». Nunca dijo estas cosas con espíritu de provocación, sino como si quisiera, incluso en este caso, defender las normas con las que había vivido en el pasado. Las solas palabras «SS», o «carrera», o «Himmler» (a quien siempre nombraba con su largo título oficial: Reichsführer SS y jefe de la policía alemana, aunque no lo admiraba en absoluto), ponían en marcha en él un mecanismo que había llegado a ser invariable en su funcionamiento. La presencia del capitán Less, judío alemán, y que, en todo caso, era muy improbable que pudiera pensar que los miembros de las SS avanzaran en sus carreras por el ejercicio de altas cualidades morales, no desajustó ni por un momento este mecanismo.

De vez en cuando, la comedia se convierte en horror y acaba en relatos, seguramente bastante verídicos, cuyo humor macabro sobrepasa el de cualquier imagen surrealista. De este tipo es lo contado por Eichmann durante el interrogatorio policial sobre el desgraciado Kommerzialrat Storfer de Viena, uno de los representantes de la comunidad judía. Eichmann recibió un telegrama de Rudolf Höss, comandante de Auschwitz, informándole de que Storfer había llegado y había solicitado ver con urgencia a Eichmann. «Me dije a mí mismo: Bueno, este hombre siempre se ha portado bien, merece que haga algo… iré allá y veré qué le pasa. Fui a ver a Ebner [jefe de la Gestapo de Viena], y Ebner me dijo —lo recuerdo de un modo vago—: Storfer fue muy torpe; se ocultó, intentó escapar, o algo así. Y la policía lo detuvo y lo envió al campo de concentración, y, según las órdenes del Reichsführer [Himmler], nadie podía salir una vez dentro. No había nada que hacer; ni el doctor Ebner, ni yo, ni nadie podía hacer nada. Me fui a Auschwitz y pedí a Höss que me dejara ver a Storfer. Sí, sí [dijo Höss], está en una de las unidades de trabajo. Con Storfer, hombre bueno, normal y humano, tuvimos un encuentro normal y humano. Me contó sus penas y tristezas. Yo dije: “Bien, mi querido y viejo amigo[Ja, mein lieber guter Storfer], ¡nos ha tocado! ¡Qué cochina suerte!”. Y también dije: “Mire, en realidad no puedo ayudarle, porque según las órdenes del Reichsführer nadie puede salir. Yo no puedo sacarlo. El doctor Ebner no puede sacarlo. Me enteré de que cometió usted un error, que se ocultó o quería fugarse, cosa que, después de todo, usted no necesitaba hacer”. [Eichmann quería decir que Storfer, como representante judío, gozaba de inmunidad a la deportación.] Olvidé lo que me respondió. Y entonces le pregunté si podía ayudarle en algo. Y dijo que sí, que deseaba, si era posible, que lo eximieran de trabajar, porque allí el trabajo era duro. Después dije a Höss: “Storfer no debiera trabajar”. Pero Miss repuso: “Todo el mundo trabaja aquí”. Entonces yo dije: “Muy bien. Redactaré una nota al objeto de que Storfer se ocupe de mantener en buenas condiciones los senderos de grava con una escoba”, había muy pocos senderos de grava allá, “y le concederé el derecho de sentarse con su escoba en uno de los bancos”. [A Storfer] le dije: “¿Estará bien así, señor Storfer? ¿Le conviene esto?”. Entonces se sintió muy complacido, y nos estrechamos las manos, y luego le dieron una escoba y se sentó en su banco. Fue una gran alegría interior para mí poder ver, al menos, al hombre con el que había trabajado tantos años, y que pudiéramos hablar.» Storfer moría seis semanas después de este encuentro normal y humano. No gaseado, por lo que parece, sino a tiros.

¿Es este un caso antológico de mala fe, de mentiroso autoengaño combinado con estupidez ultrajante? ¿O es simplemente el caso del criminal eternamente impenitente (Dostoievski en una ocasión cuenta que en Siberia, entre docenas de asesinos, violadores y ladrones, nunca conoció a un solo hombre que admitiera haber obrado mal), que no puede soportar enfrentarse con la realidad porque su crimen ha pasado a ser parte de ella? Sin embargo, el caso de Eichmann es diferente al del criminal común, que solo puede ampararse eficazmente contra la realidad de un mundo no criminal entre los estrechos límites de su banda. Eichmann solo necesitaba recordar el pasado para sentirse seguro de que no mentía y de que no se estaba engañando a sí mismo, ya que él y el mundo en que vivió habían estado, en otro tiempo, en perfecta armonía. Y esa sociedad alemana de ochenta millones de personas había sido resguardada de la realidad y de las pruebas de los hechos exactamente por los mismos medios, el mismo autoengaño, mentiras y estupidez que impregnaban ahora la mentalidad de Eichmann. Estas mentiras cambiaban de año en año, y con frecuencia eran contradictorias; por otra parte, no siempre fueron las mismas para las diversas ramas de la jerarquía del partido o del pueblo en general. Pero la práctica del autoengaño se extendió tanto, convirtiéndose casi en un requisito moral para sobrevivir, que incluso ahora, dieciocho años después de la caída del régimen nazi, cuando la mayor parte del contenido específico de sus mentiras ha sido olvidado, es difícil a veces dejar de creer que la mendacidad ha pasado a ser parte integral del carácter nacional alemán. Durante la guerra, la mentira más eficaz para todo el pueblo alemán fue el eslogan de «la batalla del destino del pueblo alemán» (der Schicksalskampf des deutschen Volkes), inventado por Hitler o por Goebbels, que facilitó el autoengaño en tres aspectos: primero, sugirió que la guerra no era una guerra; segundo, que la había originado el destino y no Alemania, y, tercero, que era una cuestión de vida o muerte para los alemanes, es decir, que debían aniquilar a sus enemigos o ser aniquilados.

La asombrosa facilidad con que Eichmann, tanto en Argentina como en Israel, admitía sus crímenes se debía no tanto a su capacidad criminal para engañarse a sí mismo como al aura de mendacidad sistemática que constituyó la atmósfera general, y generalmente aceptada, del Tercer Reich. «Naturalmente» que había jugado un papel en el exterminio de los judíos; naturalmente que si él «no los hubiera transportado, no hubieran sido entregados al verdugo». «¿Qué hay que confesar?», preguntaba. Ahora bien, proseguía, «le gustaría hacer las paces con [sus] antiguos enemigos», un sentimiento que compartía no solo con Himmler, que lo había manifestado durante el último año de la guerra, o con el jefe del Frente de Trabajo Robert Ley (que, antes de suicidarse en Nuremberg, había propuesto el establecimiento de un «comité de conciliación» compuesto por los nazis responsables de las matanzas y los supervivientes judíos), sino, increíblemente, con muchos alemanes corrientes, que se expresaban en los mismos términos al final de la guerra. Este indignante cliché ya no se les daba desde arriba, era una frase hecha, tan carente de realidad como los clichés con los que la gente había vivido durante doce años; y casi se podía ver la «extraordinaria sensación de alivio» que proporcionaba al que la pronunciaba.

La mente de Eichmann estaba repleta hasta el borde de frases así. Su memoria demostró ser muy poco segura en cuanto a lo que realmente sucedió; en uno de los raros momentos de exasperación, el juez Landau preguntó al acusado: «¿Qué puede usted recordar?» (si no recuerda las conversaciones en la llamada Conferencia de Wannsee, que trató de los diversos sistemas de matar), y la respuesta, como es natural, fue que Eichmann recordó muy bien los hitos más importantes de su carrera, pero estos no siempre coincidían con los momentos cruciales de la historia del exterminio de los judíos o, en realidad, con los momentos cruciales de la Historia. (Siempre tuvo dificultades para recordar con exactitud la fecha del estallido de la guerra o de la invasión de Rusia.) Pero la cuestión es que no había olvidado ni una sola de las frases que en uno u otro tiempo habían servido para darle una «sensación de satisfacción». En consecuencia, siempre que los jueces, en el curso del interrogatorio, intentaban apelar a su conciencia, se encontraban con su «satisfacción» y se sentían indignados y desconcertados al darse cuenta de que el acusado tenía a su disposición un cliché de «satisfacción» para cada período de su vida y para cada una de sus actividades. En su mente, no existía contradicción entre la frase «saltaré dentro de mi tumba alegremente» a propósito para el final de la guerra, y la aseveración «me ahorcaría gustosamente en público como un ejemplo y advertencia a todos los antisemitas de la tierra», que ahora, en circunstancias muy diferentes, tenía el mismo propósito de enaltecerle.

Estas costumbres de Eichmann crearon muchas dificultades durante el proceso; menos a él mismo que a los que habían ido a acusarle, a defenderle, a juzgarle y a informar sobre él. Para todo esto, era esencial tomarle en serio, y esto resultaba difícil, a menos que, tomando el camino más fácil para resolver el dilema entre el execrable horror de los hechos y la innegable insignificancia del hombre que los había perpetrado, se le tuviera por un mentiroso inteligente y calculador, cosa que evidentemente no era. Sus propias convicciones en esta materia estaban lejos de ser modestas: «Uno de los pocos dones que el destino me otorgó, es la capacidad de decir la verdad en tanto dependa de mí». Este don lo reivindicó incluso antes de que el fiscal lo acusara de delitos que no había cometido. En las notas nebulosas y desorganizadas que redactó en Argentina en preparación de la entrevista con Sassen, cuando todavía estaba, como señaló, «en plena posesión de mi libertad física y psicológica», había emitido una fantástica advertencia a «futuros historiadores, para que sean lo bastante objetivos y no se desvíen del camino de la verdad registrado aquí»; fantástico porque cada una de las líneas de su mal pergeñado escrito demuestra su total ignorancia de todo lo que no hubiera estado directa, técnica y burocráticamente relacionado con su trabajo, a la vez que indica también una memoria extraordinariamente deficiente.

A pesar de los esfuerzos del fiscal, cualquiera podía darse cuenta de que aquel hombre no era un «monstruo», pero en realidad se hizo difícil no sospechar que fuera un payaso. Y como esta sospecha hubiera sido fatal para el buen fin del juicio y a la vez era bastante difícil de sostener envista de los sufrimientos que él y sus semejantes habían causado a millones de personas, sus peores payasadas se tomaron escasamente en cuenta y casi nunca se informó de ellas. ¿Qué puede hacerse con un hombre que primero declaró, con gran énfasis, que una de las cosas que había aprendido en toda su vida malgastada era que nunca se debía prestar juramento («Actualmente nadie, ningún juez podría persuadirme nunca de hacer una declaración jurada, declarar algo bajo juramento como testigo. Me niego a ello, me niego por razones morales. Ya que la experiencia me enseña que si se es leal al juramento, algún día hay que cargar con las consecuencias, y por esto he decidido una vez por todas que ningún juez en el mundo o cualquier otra autoridad será capaz de hacerme jurar, de declarar bajo juramento. No quiero hacerlo voluntariamente y nadie será capaz de obligarme.»), y que luego, después de decírsele explícitamente que si deseaba testificar en su propia defensa podría «hacerlo bajo juramento o sin él», declaró, sin más, que preferiría testificar bajo juramento? ¿O que, repetidas veces y con grandes muestras de sentimiento, aseguró al tribunal, como había asegurado al interrogador de la policía, que la peor cosa que podría hacer era intentar escapar a sus responsabilidades, luchar por su piel, suplicar clemencia, y que luego, por instrucciones de su abogado, presentó un documento manuscrito que contenía su súplica de clemencia?

No nos encontramos frente a un genio del Mal, precisamente.

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Una brigada del Einsatzgruppe D ejecuta a mujeres judías dentro de una fosa excavada cerca de Dubăsari, 14 de septiembre de 1941.

En 1941, aun después de quedar totalmente horrorizado ante la eficiencia de las cámaras de gas y de espectáculos tan surrealistas como ver brotar sangre «como si de una fuente se tratara» de la tierra de Lwów, Adolf Eichmann mostraría una moral y una resolución férrea para no reconocer los horrores de las masacres. Durante cuatro semanas de aquel año 1941, cuenta Arendt, Eichmann pareció tener «por primera y última vez» la iniciativa de evitar muertes. En vez de enviar 20.000 judíos de Renania y 5.000 gitanos a territorio ruso, donde sin duda serían masacrados por los Einsatzgruppen, los enviaría al gueto de Lódz, abarrotado y mísero. Finalmente este gesto humanitario no pudo llevarse a cabo, por lo que Eichmann acabaría por enviar a esas 25.000 personas a Minsk o a Riga, directos a los escuadrones de la muerte. Su vida no corría peligro alguno, pudo haber desobedecido y abandonado su puesto sin muchas consecuencias, pero parecía que su reputación y su estatus estaban en juego.

Cumplir la encomienda de librar el Reich de los judíos era un imperativo moral más urgente que evitar, denunciar o simplemente no participar en la matanza de millones de personas. Entre los altos mandos y los funcionarios alemanes circulaban tecnicismos que encubrían el genocidio y las masacres en los diferentes informes, permisos y órdenes de la estructura laberíntica  de la burocracia nazi. El Partido, desde su ala político-administrativa, había logrado instaurar un newspeak que edulcoraba y enterraba los tabúes bajo la jerga administrativa.

A este respecto, añado un párrafo del capítulo sexto (La Solución Final: Matar):

Ninguna de las diversas «normas idiomáticas», cuidadosamente ingeniadas para engañar y ocultar, tuvo un efecto más decisivo sobre la mentalidad de los asesinos que el primer decreto dictado por Hitler en tiempo de guerra, en el que la palabra «asesinato» fue sustituida por «el derecho a una muerte sin dolor». Cuando el interrogador de la policía israelí preguntó a Eichmann si no creía que la orden de «evitar sufrimientos innecesarios» era un tanto irónica, habida cuenta de que el destino de sus víctimas no podía ser otro que la muerte, Eichmann ni siquiera comprendió el significado de la pregunta, debido a que en su mente llevaba todavía firmemente anclada la idea de que el pecado imperdonable no era el de matar, sino el de causar dolor innecesario. En el curso del juicio, Eichmann dio inconfundibles muestras de indignación siempre que los testigos contaron atrocidades y crueldades cometidas por los hombres de las SS —pese a que el tribunal y la mayoría del público no supo interpretar la actitud de Eichmann, debido a que el esfuerzo realizado por este para conservar el dominio de sí mismo los había inducido, erróneamente, a creer que el acusado era un hombre «inconmovible» e indiferente a todo—, y no fue la acusación de haber enviado a millones de seres humanos a la muerte lo que verdaderamente le conmovió, sino la acusación (desechada por el tribunal) contenida en la declaración de un testigo, según la cual Eichmann había matado a palos a un muchacho judío. Cierto es que Eichmann había enviado expediciones a las zonas en que actuaban los Einsatzgruppen, que no daban una muerte sin dolor, sino que mataban a tiros, pero seguramente experimentó una sensación de alivio cuando, en las últimas etapas de la operación, ello dejó de ser necesario debido a la siempre creciente capacidad de absorción de las cámaras de gas. Seguramente pensó también que el nuevo método de matar indicaba una clara mejora de la actitud adoptada por el gobierno nazi para con los judíos, puesto que al principio del programa de muerte por gas se expresó taxativamente que los beneficios de la eutanasia eran privilegio de los verdaderos alemanes. A medida que la guerra avanzaba, con muertes horribles y violentas en todas partes —en el frente ruso, en los desiertos de África, en Italia, en las playas de Francia, en las ruinas de las ciudades alemanas—, los centros de gaseamiento de Auschwitz, Chelmno, Majdanek, Belzek, Treblinka y Sobibor, debían verdaderamente parecer aquellas «fundaciones caritativas del Estado» de que hablaban los especialistas de la muerte sin dolor. Además, a partir del mes de enero de 1942, había equipos dedicados a la eutanasia que operaban en el Este, con la misión de «ayudar a los heridos, en la nieve y el hielo»; y aun cuando esta matanza de soldados heridos era «alto secreto», muchos estaban al corriente de ella, y entre estos no podían faltar los ejecutores de la Solución Final.

La ejecución de Adolf Eichmann se hizo efectiva poco después de medianoche, el 1 de junio de 1962 en una prisión de alta seguridad de Ramla. De la horca colgaba el fin de la vida de un hombre extraordinariamente banal.

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Golpe de Historia

Allá por principios de 2010 mis colegas de promoción y yo creamos la primera versión de Transgrediendo.com. El 10 de mayo de ese año yo publicaba una pequeña lección de historia, realmente un homenaje a un gran amigo. Creía que ese texto se había perdido para siempre hasta hace poco, momento en que me llevé una grata sorpresa al releerlo. No puedo asegurar al 100 % que este suceso haya ocurrido tal y como me lo contaron, pero tengo buenas razones para confiar en mi fuente. Podemos considerar este relato otro hito nebuloso ocurrido en esos lugares hiperbólicos, tangentes a los reales, como fueron Macondo o Ultocoche. He respetado el texto original a excepción de algún que otro error ortográfico y he añadido imágenes ajenas que he atribuido a sus fuentes y autores.
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Vista de El Hoyo. Carlos Mir

Se puede decir que la Historia del mundo toma la apariencia de un copo de nieve de Koch, compuesto por pequeñas puntas formadas por otras tantas puntas diminutas, que a su vez están compuestas por más puntitas microscópicas y un etcétera sucesivo. Así, a medida que nos acercamos a esta figura hipotética, vamos descubriendo más y más detalles fraccionarios, lo que hace el número de puntas infinito. La silueta de esta curiosa e imposible figura, al igual que la idea superficial de la Historia, estaría recortada por infinitas puntas reducidas a la infinitésima fracción de la punta base. Con este símil podemos hacernos a la idea que todo hecho histórico o suceso relevante está formado por una serie de pequeñas piezas que le dan forma además de una raison d’être. Pequeños hechos cotidianos y casualidades van configurando una futura actitud o idea que puede repercutir notablemente en la configuración de -digamos- un país o pueblo, llegando a mover a numerosas personas decididas a desbancar lo establecido: los granos de arena se acumulan hasta formar una montaña, como sucedió en los sucesivos levantamientos y revoluciones populares que marcan los hitos de la historia humana. Pequeños cambios en las puntas más pequeñas del copo de nieve pueden alterar a las más grandes hasta cambiar por completo la forma de todo el copo.

Linda inundación en la Nacional 40

El Hoyo se trata de una pequeña localidad del noroeste del departamento Cushamen, en la provincia argentina de Chubut (la que abarca el centro de la Patagonia), y se haya a unos 20 kilómetros al este de la frontera con Chile. Su casco urbano se asienta en el valle del río Epuyén, a unos 226 metros sobre el nivel del mar, y sus alrededores están rodeados por ciclópeas montañas pertenecientes a la cordillera de los Andes, unas de las cuales, el Cerro Piltriquitrón, al norte, alcanza los 2.226 metros. La zona está pintada del verde la flora patagónica, el blanco de la nieve de los Andes y el azul de profundos lagos, todo salpicado por trazos negros de las carreteras. Fue en una de estas gastadas vías de asfalto, hará unos quince años, donde un mal volantazo provocó una inundación de dicha y gozo en las calles y campos de este pueblecito durante siete días de verano.

Recuerda Martín –testigo directo y memorioso de los hechos- aquella buena noche de madrugada, allá por 1995, en la que pueblo tembló al son de un trueno antinatural. Agentes de la policía local y curiosos se acercaron inmediatamente al foco del estruendo, cerca del quilómetro 1900 de la Ruta Nacional 40, al norte del centro urbano. Tremenda fue su sorpresa cuando se toparon el la carretera tapizada con cientos de cajas repletas de miles de litros de malta, cerveza peruana y vino chileno de buena marca, unas en lata y otras en botella. «Parecía un Edén de borrachos», señala Martín. Esta cascada de vidrio, aluminio y alcohol había salido de dos remolques enormes, tirados por un camión que se encontraba volcado no muy lejos de la carga. Al parecer, el vehículo transportaba mercancía del norte al sur de Chile, teniendo que rodear parte la cordillera de los Andes por el lado argentino debido a que las rutas chilenas no estaban habilitadas para la circulación de cargas pesadas. Justo antes de llegar al pueblo, el conductor tomó dos de las tres curvas que marcan la entrada del pueblo; la tercera no la vio venir y, intentando frenar todo el peso que llevaba, acabó despeñándose por un desnivel no muy pronunciado. Los agentes tomaron el control de la situación vigilando la carga y asegurándose de que el camionero había salido ileso, a pesar del nefasto estado de la cabina del automóvil. Hasta ahí la noticia oficial, quizás reseñada en algún periódico local.

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Viñedos de El Hoyo. Fuente: http://revistasublime.com.ar/vinos-que-pintan-paisajes/

El relato de Martín continúa, porque, de algún modo, pocas horas después del accidente los policías se enteraron de que toda la carga estaba asegurada contra cualquier tipo de accidente –seguramente el camionero los puso al tanto de la situación- y que la pérdida de miles de litros de alcohol no iba a suponer ningún problema económico ni para los transportistas ni para las bodegas y destilerías. Recordemos que El Hoyo es un pueblo pequeño y alejado de las emociones de la ciudad, podemos decir que allí el aburrimiento y el calor se suele combatir estimulando el ánimo con unos buenos tragos fríos de licor. Con esta idea en mente las autoridades del pueblo decidieron, pues tenían delante de ellos una montaña de cargamento oficialmente “perdido”, dar un informe “correcto” que dijese que un camión de doble remolque se había salido de la carretera sin causar víctimas ni heridos y que, en efecto, se habían despilfarrado cientos de litros de alcohol; nada más y nada menos. Hecho esta especie de “pacto de silencio”, los policías procedieron a beneficiarse de la mercancía dispersa. Rápidamente fueron llenando los coches patrulla y particulares con cajas de cerveza Cristal y tinto Gato Negro. Ante tal falta de etiqueta, los casi cinco mil pueblerinos no fueron menos y, empujando carretillas y empleando cualquier medio de transporte a mano, invadieron el campo para hacerse con el delicioso néctar. Se organizó un pillaje masivo en poco tiempo y en medio del caos más de uno se vio ahogado por la embriagadora sensación de nadar en la abundancia: «Estaban los típicos que se sentían en el paraíso. Uno agarraba la botella de abre fácil, la destapaba, se tomaba un trago, tiraba la botella y cogía otra». El pillaje fue seguido de días de fiesta y asados como nunca antes se había vivido en El Hoyo. Fueron días dichosos, de salir a hacer una visita y toparse de repente y sin razón aparente en medio de una verbena con una copa de vinito o una lata de cerveza en la mano. Hizo falta una semana para que se acabase la bebida y todos se tumbaran al fin a recuperarse de una larga resaca.

Recordará Martín, junto con los vecinos de El Hoyo y de sus alrededores, aquellas buenas noches de madrugada, allá por 1995, en la que el pueblo tembló ebrio al son de la música.

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Ruta Nacional 40 y Cerro Pirque. Carlos Mir

Ejemplo de (r)evolución histórica

Un hecho casual y pequeño, equiparable a las puntas infinitesimales del copo de nieve de Koch, cambió por completo la cara de un pueblo apacible para transformarlo, por un período de tiempo, en algo completamente distinto: un paraíso veraniego donde cualquier cosa era motivo de celebración.

Es cierto que el ser humano es oportunista y, si puede, es capaz de aprovechar cualquier incidencia de su entorno para transformarse y evolucionar. La Historia está repleta de “cambios de rumbo” sucesivos que hacen progresar a la humanidad, pues el hombre es incapaz de permanecer mucho tiempo estancado en una situación que a largo plazo acaba siendo contraproducente, inviable u obsoleta (como la tranquilidad que reinaba en El Hoyo). Los pueblos del mundo –y todo lo que existe- están en constante cambio y movimiento, respondiendo al comportamiento natural del universo.

Por mucho que nos duela, la interacción entre infinitos factores políticos, sociales, económicos o naturales, siempre acabará por alterar el orden establecido. En estos instantes nos estamos dando cuenta de que nuestro país, entre otros, se está viendo afectado por una serie de cambios bruscos que, dejando de lado que sean buenos o malos para este o aquel, simplemente suceden, porque nada es para siempre, todo es efímero por naturaleza.

Aquelarre

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El 6 de marzo de 1610 el tribunal de inquisidores de Ciudad de México aprueba la sentencia y pena de María Blanca, propiedad de D. Antonio de Saavedra. Esta esclava, de origén congolés, fue declarada culpable de blasfemia, un delito verbal contra el Altísimo. La condena, de aquella ya considerada desproporcionada en la metrópolis española, se efectúa con carácter inmediato: acudir a misa y abjurar de sus creencias heréticas en la capilla del Santo Oficio para a continuación exponerse públicamente por las calles de la ciudad a lomos de una bestia de carga. Montada en el animal, desnuda de cintura para arriba, amordazada y con una soga atada al cuello, María Blanca recibe su penitencia en forma de doscientos latigazos mientras un pregonero anuncia su ofensa a los viandantes.

164 años después, en 1774, José de Ugalde, arriero español procedente de un pueblo cercano a Santiago de Querétaro, lleva ante la Inquisición mexicana a su esposa, una mestiza, acusándola de brujería. El hombre asegura que durante los 17 años que había durado su matrimonio ella había empleado hechizos para atontarlo y someterlo a sus malas artes. Bajo amenazas de muerte por parte del marido, la mujer admitió haberle suministrado a escondidas unas hierbas mezcladas con la comida y la bebida. Estas plantas, confesó, harían que Ugalde tuviese siempre presente su matrimonio, que fuese indulgente y que volviese a casa a las horas acordadas. Él acabó por descubrir que ella tenía un amante y, para colmo de males, la adúltera iba a confesarse y a comulgar como si tal cosa. Finalmente fue este sacrilegio lo que lo sacó de sus casillas.

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En la ciudad de Monterrey se ha cometido un asesinato durante una fiesta benéfica. La policía toma nota de los testimonios de los vecinos. Los residentes sitúan en el centro del crimen una disputa entre cinco mujeres, la comidilla de la asociación de madres y padres. La discordia comenzó tiempo atrás, cuando Jane Chapman, madre soltera recién llegada a la localidad californiana, llevó a su hijo Ziggy a su primer día en la escuela Otter Bay. De camino al centro Jane hizo buenas migas con otras dos madres de alumnos: Madeline Mackenzie, una descarada productora teatral, y Celeste Wrigh, abnegada abogada retirada. Madeline presenta la recién llegada a su ex marido y a la esposa de este, Bonnie Carlson, una conciliadora monitora de yoga que Mckenzie no traga. A la salida de clase la profesora anunció a todos los padres que tenía algo importante que decirles: un niño había hecho daño a la pequeña Amabella. La niña señaló a su agresor: Ziggy intentó estrangularla, dice. El muchacho se defendía, él no había hecho nada. La madre de la víctima, la ambiciosa abogada Renata Klein, exigía una disculpa inmediata. Jane, convencida de la inocencia de su hijo, no cedió a las exigencias. Madeline, escandalizada por la actitud amenazadora de Renata, se puso del lado de su nueva amiga. Ese día el asunto no fue a más, pero se grabó un estigma en Jane y en Ziggy, y las cosas solo podrían ir a peor. Durante los interrogatorios policiales nadie es capaz de comprender cómo este episodio desagradable pudo derivar en un homicidio. Es cierto, admiten, que Monterrey es todo apariencia, una mascarada dorada bajo la que se ocultan muchos secretos y mezquinas conspiraciones. Lo que está claro, después de meses de cuchicheos, cotilleos y rumores, es que era cuestión de tiempo que el drama de estas cinco mujeres acabase por llevarse a alguien por delante.

La complicada sinopsis de Big Little Lies gira en torno a un gran tema: el machismo y sus consecuencias para la sociedad. El guion quizás falle a la hora de retratar el patriarcado dentro de la ficción como un mal que abarca todo un sistema de poder, pero acaso debamos buscar esta estructura hegemónica no en el contenido sino en el continente. Si atendemos a la estructura argumental de Big Little Lies, podemos situar en su punto de partida el crimen de un hombre, la encarnación de la toxicidad masculina, que pone en marcha los acontecimientos que finalmente madurarán en los conflictos de la trama. Este árbol cronológico crece y se ramifica a partir de un germen decisivo, un acto cruel y degradante que acaba definiendo el porvenir de varias mujeres y sus familias. El sexismo dicta el relato a su favor, con la habilidad terrorífica de perpetuarse en nuevos monstruos que no dudarán en someter todo lo que desafíe su dogma de sexo y violencia. Sin embargo es cuestión de tiempo que los cimientos se tambaleen y echen abajo esa parodia de pirámide trófica que es el machismo. En su texto Big Little Lies pone especial énfasis en las relaciones maternofiliales como un remedio contra la influencia de los malos hombres en las generaciones futuras. El patriarcado no es un mal inmanente al ser humano, sino un convencionalismo cultural arbitrario y dañino que puede reducirse paulatinamente.

Hemos avanzado mucho desde aquellos tiempos en que las mujeres luchaban por unos derechos y unos puestos de poder en la esfera pública de América. Desde comienzos del siglo XVII Monterrey formó parte de la Nueva España, territorio donde Estado e Iglesia convergían en la institución del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición. La autoridad inquisitorial se topó muchas veces ante casos de brujería en el nuevo continente; al contrario que las cazas de brujas del norte de Europa y de las colonias inglesas de América, trataban estas leves transgresiones con escepticismo, tachándolas de supersticiones y síntoma de la ignorancia. En México muchas mujeres, de todas las castas y etnias, no compartían esta visión paternalista de la hechicería: para ellas era una forma de invertir su estado de subordinación a la sociedad patriarcal del imperio. Aquí el poder político en manos de mujeres se consideraba un disparate antinatural, negativo, ilegítimo y disruptivo. A pesar de que algunas mujeres interiorizaran el discurso devaluador de la magia procedente de las autoridades religiosas, otras tantas alimentaban su curiosidad y satisfacían sus deseos acudiendo a muchas de las sanadoras o alcahuetas que formaban una red clandestina dedicada a resolver males de amor. Muchos de los ataques que formaban la sabiduría mágica iban dirigidos al centro alegórico del poder masculino: el pene. La ligadura o nudo era uno de los maleficios preferidos, ya que buscaba provocar la impotencia del miembro viril, con toda la carga simbólica que conllevaba esta castración. Algunas iban más lejos, rechazando a Dios y adorando al Maligno cuando su modo de vida era completamente incompatible con las restricciones y los modelos católicos. Big Little Lies es una nueva encarnación de aquellas armas conceptuales: una fórmula de rebeldía que surge y actúa dentro de los parámetros hollywoodienses que una vez estableció el sistema patriarcal.

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Desde el minuto uno Big Little Lies expone sus temáticas principales en un excelente montaje que resulta tan simbólico como hipnótico. La sucesión de imágenes sugiere la íntima relación cotidiana entre madres e hijos con sus respectivos primeros planos sucesivos. Los panoramas establecen el escenario del glamuroso litoral californiano, donde las olas se estrellan continuamente contra las rocas de la costa, un indicativo de las emociones viscerales que se revuelven dentro de los protagonistas. Sobre estos paisajes naturales se superponen escenas difuminadas que oscilan entre la sensualidad y la violencia, conceptos que se mezclan y confunden a lo largo de la serie. El contraste entre dos momentos despierta la inquietud del espectador: primero el elenco infantil posa ante la cámara en actitud juguetona; luego las cinco protagonistas desfilan una detrás de otra caracterizadas como Audrey Hepburn, sin embargo sus caras, sus gestos y sus miradas atraviesan la cuarta pared de modo desafiante. Es más, Cold Little Heart, el tema musical que abre cada episodio, del británico Michael Kiwanuka, transmite, a través de sus melodías melancólicas y una letra dolida, los sentimientos de un hombre que desea expiar las faltas que ha cometido en perjuicio de una relación aun sabiendo que, por su forma de ser, volverá a caer en los mismos errores. La introducción, en sí, es una versión en miniatura del impresionante ejercicio artístico fruto del savoir faire de un director excelente.

Hace años el realizador Jean-Marc Vallée me sorprendió con C.R.A.Z.Y., una genial cinta a la altura de los nuevos clásicos modernos del cine canadiense. Big Little Lies no es, para nada, una obra menor, sino un paradigma del lenguaje cinematográfico en manos del director quebequés, como demuestra Michal Zak en su fantástico vídeo-ensayo. Si entendemos las películas como mensajes, la composición es el vocabulario, y el montaje, la sintaxis. Las diferentes imágenes o palabras se ordenan linealmente de acuerdo con los códigos que comparten emisor y receptor; el proceso de selección y combinación de elementos permite obtener diversos resultados que finalmente transmiten un torrente de información cargado de matices en la forma y en el contenido. Vallée, primero, juega con la percepción: mediante planos subjetivos sitúa la mirada del público dentro de la ficción y, muchas veces, construye espacios siguiendo los ojos de los personajes. ¿Qué miran? ¿Quién los mira? Este punto de vista, la vigilancia y el voyerismo, es relevante a nivel temático dentro de la narrativa, ya que la trama no deja de ser un larguísimo flashback de los acontecimientos acotado por el sesgo de sus testigos. Y no solo eso, el motivo por el cual se reconstruye esta historia es el que define el género de la serie: el thriller policíaco que busca tanto al asesino (whodunit) como a la víctima; la ventana a la sala de interrogatorios es nuestra pantalla y los testimonios son audiovisuales. Vallée, segundo, nos introduce de lleno en el relato: la alternancia entre ritmos y las transiciones entre planos propician un estado de constante atención (esto es un interrogatorio, recuerda). Muchos recursos narrativos estilísticos (flashbacks, elipsis y metáforas) funcionan en el contexto que forma la cadena de imágenes, ya que la posición de los diferentes cuadros con respecto a otros es la que aporta significado al conjunto (hablo del efecto Kuleshov). Concretamente, la capacidad que tiene la serie para despertar nuestra empatía depende muchas veces de las relaciones que enlazan las sucesivas estampas y a la vez las que estas tienen con la música: planos o impresiones fugaces que rompen la continuidad de la escena representan ideas o recuerdos que nos meten de lleno en la mente de las protagonistas sin emplear una sola palabra, al mismo tiempo el uso de música diegética comunica y amplifica un estado de ánimo a la vez que aporta una experiencia compartida entre personaje y espectador borrando así la barrera que los separa. Esta es, sin lugar a dudas, la magia del cine.

Desde hace tiempo pienso que el aprecio viene del conocimiento. Pararse a estudiar las capas que componen obras como Big Little Lies desentierra tesoros ocultos a simple vista. Solo el hecho de revisionarla para esta extraña reseña me ha hecho reconocer detalles que enriquecen la experiencia de sentirse un detective. La lectura atenta descubre elementos literarios de la novela de misterio: varios red herrings o distracciones que llevan a sacar conclusiones precipitadas, otros tantos elementos premonitorios que pasan desapercibidos y una original y literal arma de Chéjov que vi venir de lejos. Las referencias a otros textos, por lo general en forma de esa música diegética (desde Bloody Motherfucking Asshole de Martha Wainwright hasta For Now del musical Avenue Q), refuerzan el mensaje y las temáticas que merecen una reflexión transversal a muchos medios. Está por ver si la segunda temporada, dirigida por Andrea Arnold, tendrá la relevancia y el valor artístico de su predecesora, que dejó bien cerrados todos los arcos narrativos en un final coherente con su discurso feminista.

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Cuenta José de Ugalde ante las autoridades inquisitoriales cómo él, furioso por la impiedad y la profanía hipócrita de su esposa, ató a la adúltera a un mezquite para castigarla con una azotaina. Para sorpresa de Ugalde, las cuerdas se soltaron e hizo falta amarrar a la mujer una segunda vez; entonces la mano ejecutora de Ugalde quedó paralizada cuando ella clamó auxilio a todos los santos del Cielo. La tercera y última vez que el despechado se dispuso a fustigarla acabaron por hacer las paces y volver juntos a casa. José de Ugalde no entendía qué pasaba. ¿Por qué no podía corregir vehementemente a una pecadora? ¿Cómo lograba ella librarse siempre de su merecido? Un encantamiento, sin duda, había nublado su razón y amansado su fervor de hombre cristiano.

Montada en el burro María Blanca oye el pregón que anuncia su crimen de blasfemia. Las voces, pero sobre todo los varazos, le recuerdan el día en que intentó huir de sus amos. Durante la tortura que siguió a su fuga, el dolor de los lengüetazos del látigo la hicieron declarar su renuncia a Dios y a todos sus santos. Con sus injurias esperaba que la Inquisición y, por extensión, la Ley española interviniesen y reconociesen su derecho a ser tratada dignamente, por muy esclava que fuese. No hubo clemencia. Si no quería ser declarada hereje debía retractarse y repetir las fórmulas de los dogmas católicos. A regañadientes cedió ante el tribunal: padrenuestro, Ave María, credo, Salve y mandamientos. Y todo para nada.

The Mickey Mouse Club

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Para leer al Pato Donald se presenta como análisis y crítica, desde una perspectiva marxista, de las revistas infantiles de la marca Disney importadas al Chile de los años 60. La conclusión general de la lectura de las tiras nos dice que Disney —y por extensión sus editores y distribuidores en América del Sur— difunde mediante sus publicaciones el American dream, la way of life ideal y etérea en que se basan los principios liberales de los Estados Unidos. En vista de esto, queda claro que Walt Disney, ya desaparecido en el año de publicación del ensayo, no era más que un empresario muy próximo a las estrategias económicas que le otorgaron la fortuna y la fama. De este modo Ariel Dorfman y Armand Mattelart echan abajo el mito del home de provecho y sus risueñas criaturas que actuaban en nombre de la armonía, la caridad y el amor a nivel global, un plan que no se refleja ni en su obra ni en el proceso de producción de esta. El mundo del Pato Donald no es real, y no pretende serlo, pues omite conflictos, dilemas y puntos críticos en la distribución, composición y heterogeneidad de la sociedad hasta tal punto que actúa como panfleto propagandístico de un mundo donde no todos serían parte da utopía disneyana. La filosofía pública del magnate de Hollywood queda así vacua e invalidada por sí misma, convirtiéndose en una falacia al servicio de sus propósitos como gran ente empresarial.

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No es esta unha síntesis rebuscada y diabólica, como exclamarían, paralizados de miedo e indignación, muchos líderes de opinión, medios conservadores, progenitores insensatos y otros portavoces del buen gusto y lo políticamente correcto. En defensa de la tese, sólo hay que retroceder hacia el año 1942, cando se estrena Saludos Amigos, un mediometraje de animación compuesto por diferentes historias sobre personajes y personalidades típicos, estereotípicos y folclóricos de los grandes países al sur del canal de Panamá: los pueblos vestigiales incaicos de los Andes, Goofy (o Tribilín) encarnado en un gaucho, un niño-avión que atraviesa la gran cordillera andina (?) y  la samba brasileira de la mano del maestro cotorra José Carioca. Este filme y su secuela The Three Caballeros (1944) eran parte de la Good Neighbor Policy, una estrategia de publicidad aplicada por el Departamento de Estado durante el mandato de Franklin Delano Roosevelt. El plan perseguía mejorar las relaciones con los países meridionales en base a un principio de no-intervención, creando así una oportunidad de abrir nuevos tratos para el intercambio de materias primas y productos, al mismo tiempo que disipaban la influencia de sus enemigos, en ese momento la Alemania nazi y más tarde el Bloque Oriental soviético. Por supuesto, estos filmes no tuvieron una recepción unánimemente buena en los países de destino, debido a su torpe representación de los tipos sudamericanos y a que técnicamente eran obras relativamente mediocres. Pero alguien podría replicar que, a pesar de estar financiado por el gobierno estadounidense, Disney jamás tuvo intención de enviar mensajes políticos, que sus películas siempre trataban sobre emociones y conflictos atemporales. De nuevo se puede revocar esta respuesta citando los cortos de 1943 Der Fuehrer’s Face y Education for Death, paradigmas de la propaganda que trataba de vender bonos de guerra para financiar a las fuerzas armadas en la lucha contra el nazismo en Europa. Walt Disney no fue un elemento neutral en la política global, sino un agente al cargo del sistema estadounidense que hizo posible la empresa que hoy conocemos.

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Muy pertinentemente en Para leer al Pato Donald se cita el concepto de la aldea global de Marshall MacLuhan: un mundo de concienciación y consciencia unificada gracias a la instantaneidad de los mensajes informativos en soportes electrónicos. Este mundo ideal se parece al actual, onde internet une y sincroniza casi todos los puntos del globo  en un mismo espacio de acceso y participación públicos, pero solo en los países tecnológicamente avanzados. Del mismo modo quería actuar Disney cuando creó productos como The Three Caballeros o las revistas de cómic de Mickey Mouse y compañía, distribuyendo y emitiendo sus dibujos por todo el globo, pero en menor medida que en ese momento, más cercano temporalmente, en que aparecieron las emisiones por satélite o la aparición de soportes audiovisuales alcanzables; por otro lado, en los países subdesarrollados es mucho más sencillo adquirir tecnologías de recepción pasiva de emisores externos. El pato y el ratón se convierten en embajadores oficiales de los EE.UU., enseñando en sus mundos —dispares con los lugares de destino de sus mensajes— los beneficios y las bondades de la Tierra de la Libertad, de por sí una utopía aún inexistente. Cuarenta años lleva la compañía Disney acaparando los medios de comunicación para mostrar la cara amable del Uncle Sam, una mentira por omisión de la otra cara, menos amable con sus vecinos y bastante despreocupada por sus conciudadanos menos privilegiados. De por sí, los medios de comunicación son producto del capitalismo, ergo los grandes poderes económicos son aquellos que poseen la tecnología para crear información atractiva y exportable, inmediatamente relegando a los menos afortunados a un papel pasivo, en una comunicación unidireccional, sin feedback (de nuevo McLuhan: «el medio es el mensaje»). La exposición a estos comunicados, de los que Disney era uno de sus abanderados, evidenciaba los problemas que la Comisión MacBride denunciaría a finales de los 70: los países desarrollados saturan los medios con su presencia en las emisiones en países en desarrollo, dañando la identidad y la soberanía nacionales, y derivando hacia la homogeneidad imperialista. Este fenómeno no hace más que aumentar la disparidad entre propietarios y espectadores de medios; la aldea global quedaba  corrompida. Es la victoria de la cultura ajena frente a las alternativas propias, geográficamente próximas, que aportan variedad e puntos de vista con los que tratar problemas de nuevas maneras. El ágora queda sin diálogo, un solo coro con un monólogo único. Esta era –y sigue siendo- la principal arma de Disney, la sobrecarga de los medios y, por extensión, del mercado de sus símbolos y mitos, apoyados en las emociones y en la cultura de consumo.

Por suerte esta misma invasión genera resistencias como las ideas de Dorfman y Mattelart. Las mentes despiertas son capaces de distanciarse de los productos ideológicos extraños y de desintegrarlos cuidadosamente para su estudio. En la época en que fue concebido Para leer al Pato Donald el panorama político de Chile hervía por los enfrentamientos entre los dos extremos del espectro. Las reformas de Salvador Allende polarizaron a la ciudadanía y molestaban al sector conservador y de extrema derecha. Por si no fuese poco el gobierno del presidente norteamericano Richard Nixon, en comandita con los altos rangos militares chilenos, ya llevaba tiempo conspirando para derrocar a Allende. Fue esta una etapa tensa que alcanzó su clímax con el golpe militar del 11 de septiembre de 1973. Por supuesto, también fueron años de fuerte reflexión y reacción política, por lo que surgen cuestiones que llevan a mirar con lupa y desconfianza las novas técnicas y herramientas comunicativas importadas en el mundo binario de la Guerra Fría. Era imposible mantenerse neutral ante los constantes bombardeos de propaganda.

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Pudo ser por esta razón que los autores del libro son tan cautelosos y a la vez tan corrosivos ante las tiras de Disney. Teniendo esto en cuenta, un escéptico pode llegar a pensar que el trabajo tiene un tono de ironía: todas las lecturas ideológicas de los personajes, los símbolos y sus circunstancias, contradictorias y por momentos contrarias a toda coherencia, no hacen más que resaltar que los títulos Pato Donald, Tío Rico Dineylandia no son más que subproductos de pésima calidad literaria y material. En las mismas condiciones otra reacción puede surgir (como señala Umberto Eco, en Apocalittici e integrati): Tío Rico como alegoría y caricatura de la avaricia y la acumulación de capital. Sin embargo esto no echa por tierra el hecho de que estos tebeos se tratan de productos industriales de consumo, se justifican de la filosofía del liberalismo económico a varios niveles (narrativo, creativo y material). Los escenarios, los personajes y los argumentos de las historietas son derivados y reciclados de otros productos de la casa Disney de mejor calidad y mayor publicidad (digamos cortometrajes o películas) con el objetivo de seguir moviendo el molino de dinero que da vida a la empresa cinematográfica, o sea, la fábrica de mensajes y sueños. ¿Y cuáles son estos mensajes, en las que insisten Mattelart y Dorfman? Normalización de la sociedad de consumo, sumisión a las autoridades, omisión de conflictos sociales y del sector secundario, inmovilismo, segregación por sexos, pureza de la asexualidad, conflicto como actividad lúdica, comercialización del exotismo, acumulación de capital sin consecuencia, cinismo, delincuencia como elemento aislado de la economía, etc. Así vemos que Disney quiere proteger a los niños, hundiéndolos en la ignorancia casi total del funcionamiento de los sistemas políticos, económicos y sociales. Como lectura infantil deja bastante que desear, y no se puede poner en duda que de algún modo, en vista de la supuesta clarividencia y certeza de los personajes, acabe siendo un documento adoctrinante o, en mi opinión, lobotomizante.

Pese a todo, hay que admitir que el estudio de Dorfman y Mattelart pasa por alto dos detalles importantes:

  1. ¿Quiénes eran los autores de las tiras? Voces disconformes  señalan que Walt Disney no tenía influencia directa en los guionistas de los cómics y que autores como Carl Barks crearon sátiras antiimperialistas.
  2. ¿Cuál era el contexto original de los tebeos? El Donald de los cómics se remonta a los EE.UU de los años 40, momento del que salen los iconos e ideas de las historias. Esto explicaría el contraste entre el Norte e el Sur de América y daría una nueva dimensión a la hipótesis de la exportación de propaganda conservadora.

Además yo no puedo presumir de estar inmunizado contra el encanto de Disney. Mi generación estuvo expuesta a la explosión de contenidos televisivos dirigidos a la infancia, que podríamos situar entre los 80 y los 90. Como observación propia y para enriquecer las anotaciones de Para leer al Pato Donald, quisiera destacar dos de estas series animadas: Duck Tales (1980) y Quack Pack (1996). La primera, una continuación o extensión de las aventuras del Tío Rico y los tres sobrinos; se mantienen la mayor parte de las ideas, aún en los 80, cuando aparece una importante cantidad de alternativas y nuevas tendencias en los medios de masas. Hoy en día una proyección de esta serie la revelaría como escapista, maniquea, moralizante y paternalista a ojos de un público adulto crítico que no tuviese contacto con ella en la infancia. Así es cómo la empresa de Disney expandió sus valores -no muy alterados desde los años 40- para acaparar la atención de los espectadores con una estrategia family friendly, y sin embargo fue esta actitud la que lo llevó a una crisis económica y de identidad a finales de los 80. En respuesta nace Quack Pack (1996), un intento de capitalizar el zeitgeist rebelde, «radical» y cool del ambiente pop de los 90 convirtiendo a los sobrinos en tres adolescentes problemáticos en constante conflicto generacional con se tío Donald, la autoridade totally uncool del show. A pesar de este cambio meramente estético hacia la transgresión de la norma (no iba más allá del vestuario à la mode, de un amago de jerga juvenil y otros clichés del momento), seguían presentes los logros del American dream: chalé en la zona residencial de las afueras, consumo como forma de ocio, maniqueísmo y escapismo. En su evolución como empresa y productora para las masas, Disney es maleable en apariencia, pues siempre está al servicio de sus intereses de acuerdo con las modas e lo políticamente correcto. Todas las ideas de la compañía son prescindibles en nombre de los principios que le dan vida: llegar al mayor público posible  vendiendo entradas, videojuegos, muñecos, DVDs y suscripciones a la televisión por satélite. El capitalismo y sus actores pueden ausentarse o quedar mal parados en la diégesis de los tebeos y las animaciones, pero estos siguen y seguirán siendo un producto de consumo masivo, perpetuador primero del sistema, enriquecido con un alto valor emocional que finalmente es la principal defensa de Disney frente a sus detractores.

No homo, bro

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Muestra de solidaridad con las víctimas del atentado de Orlando en París, 13 de junio de 2016. Geoffroy Van Der Hasselt/AFP/Getty Images

En noviembre de 2009 me disponía a salir del baño de un pub de Derry cuando el attendant junto al lavabo me llamó la atención: «¿Eres español?» Si la memoria no me falla se trataba de un ecuatoguineano venido a Irlanda desde España. Se ganaba la vida como podía para cuidar a su hijo y no tenía buen recuerdo de su paso por mi patria. Al parecer estuvimos hablando un rato largo, porque una amiga abrió la puerta para comprobar que no me había ahogado en la taza del váter. Cuando volvimos a estar solos mi interlocutor me preguntó si ella era mi novia. Le comenté que no era el caso, que de hecho mi colega era lesbiana. Pude ver su gesto de sorpresa ante revelación tan banal. La conversación perdió fuelle en el momento en que expresó su opinión de que a mi compañera le hacía falta un hombre. A mi réplica sobre la normalidad de las diferentes preferencias sexuales él confesó que nunca compartiría espacio con un hombre gay, no fuese a ser que este aprovechase para violarlo mientras durmiese. Caramba. Me despedí tras informarle educadamente que a lo largo de mi vida había pasado varias noches bajo el mismo techo que un homosexual y que jamás me había visto en la tesitura de que me quisieran separar las nalgas con intenciones aviesas. De vuelta en la mesa mis amigas no podían creerse que una víctima de la discriminación xenófoba no fuese capaz de ver esa misma repulsa en su actitud hacia los gays. Una cosa no quita la otra, me temo; cualquier persona puede ser homófoba, solo hace falta ignorancia.

Es un tópico destacar el descontento que algunos tienen con el Día del Orgullo: ¿Y por qué no un Día del Orgullo Hetero? Sin irnos muy lejos, encontramos buenas razones en la historia reciente de España, cuando el régimen franquista criminalizó la homosexualidad a partir del 15 de julio de 1954 al incluir a los homosexuales en el listado de indeseables dentro de la Ley de vagos y maleantes republicana. Durante la dictadura y parte de la Transición más de 5.000 personas, mujeres y hombres, fueron arrestadas por ser homosexuales, la mayoría ingresaría en prisión o en las llamadas colonias agrícolas entre uno y tres años bajo condena de trabajos forzados. El 6 de agosto de 1970 entró en vigor la Ley de Peligrosidad Social y Rehabilitación Social por la cual el gobierno fascista buscaba el tratamiento que curase la homosexualidad: ahora los invertidos detenidos se repartirían especialmente entre el penal de Badajoz (para los pasivos) y el de Huelva (para los activos), también eran destinados a otros centros, como el de Carabanchel en Madrid. Los reclusos no saldrían de la penitenciaría hasta cumplir penas que rondaban entre 3 meses y 3 años, dependiendo de cómo ‘mejorase’ su comportamiento. Las condiciones eran deplorables y muchos perdieron la cabeza al ver cómo su condena se prorrogaba constantemente. El calvario no acababa al salir de prisión, sino que se alargaba otro año durante el cual tenían que dar parte de su comportamiento ante las autoridades locales cada 15 días, lo que para muchos significaba estar lejos de sus hogares y familias. Para colmo los presos entraban a formar parte del registro de homosexuales peligrosos, como le sucedió a Antoni Ruiz, uno de tantos «pasivos» que fueron enviados a la cárcel de rehabilitación social de Badajoz aún tras la muerte de Franco. Se dice que en esta última etapa hubo reclusos que fueron torturados e incluso lobotomizados para reconducirlos por el camino recto de la heterosexualidad, si es que el tratamiento no los mataba. Para estas víctimas del franquismo no hubo amnistía durante la Transición; los últimos encarcelados por su orientación sexual fueron liberados en 1979. No fue hasta la llegada del nuevo siglo que sus antecedentes criminales fueron eliminados de los archivos policiales, así limpiando su nombre definitivamente.

Recientemente se oyeron voces disidentes en contra de la dirección mercantilista que está tomando la celebración del Día del Orgullo Gay. Quizás la actitud festiva ha ido apartando poco a poco el espíritu de protesta con el que se inició en Barcelona allá por 1977. En vista del avance del conformismo y de los constantes casos de violencia homófoba, dentro y fuera de nuestras fronteras, creo que el Orgullo debería acentuar mucho más su carácter de manifestación y de evento de concienciación social. Siguen existiendo nostálgicos y retrógrados incapaces de convivir con alternativas a la llamada heteronorma, por lo que se debe visibilizar la viabilidad de estilos de vida que no se ajusten a la moral puritana y conservadora. A todos nos beneficia exigir una educación sexual más completa, una en la que la sexualidad no sea tema tabú, una que haga obsoleto el arquetipo del macho patriarcal y que elimine los estereotipos y las falacias relativos al colectivo LGBTQ. Espero que algún día, no muy lejano, no exista la necesidad de celebrar el Orgullo y que este se convierta en un país (un mundo) donde la orientación sexual de una persona sea una trivialidad que solo importa a la hora de encontrar pareja. La sociedad no se va al garete si dos hombres van de la mano por la calle o, no lo quiera Dios, si dos mujeres crían a sus hijos en la intimidad de su casa. Y cabe recordar que mis amigos de la otra acera no me han dado por culo subrepticiamente y que vivo sin miedo a un apocalipsis marica donde camioneras feminazis me cortan la polla; más que nada porque resulta que muchas personas decentes son gays.

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Conchita Wurst durante el pregón del Orgullo de Madrid, 2 de julio de 2014. Carlos Rosillo